"Que no haya nada en tí que no sea lo que de tí se espera" (San Juan María Vianney)

martes, 4 de junio de 2013

De la tierra al Cielo LXXXIX - Dejar ir



Nada es tan fuerte como el amor, nada se le puede igualar. Además se afirma que es como un océano sin orillas, no tiene límites. No es extraño que combine bien con algunos sentimientos, que no siempre parecerían tan afines. Entre ellos uno que suele apreciarse frecuentemente a su lado es el deseo de posesión.
Nos enseñaron en filosofía que el amor mueve a la voluntad hacia un bien. El amor, de hecho, es el deseo de poseer ese bien. Quien ama a Dios lo que en el fondo quiere es poseerlo, estar en comunión con Él, unirse a Él.

Sin embargo muchas veces eso se confunde con adueñarse. A nivel material, lo mismo es poseer que ser dueño. Con se trata de amor, son dos cosas distintas. Puedes adueñarte de las cosas, pero de las personas jamás. Y, lamentablemente, muchos no han logrado entender esa diferencia.

Me gusta esa frase de los enamorados “Si amas a alguien, déjalo ir. Si vuelve a ti es que siempre fue tuyo y sino, es que nunca lo fue”. Es un poco cursi, pero la idea es correcta. Lo que habría que asegurar es que, aunque vuelva, no te pertenece, no te puedes adueñar de nadie.

Creo que el momento en que más claro comprendemos esta verdad es cuando mueren las personas que amamos y que nos han amado. Tenemos que dejarlas ir, aunque quisiéramos que estuvieran siempre a nuestra disposición. Le pertenecemos a Dios, sólo Él ama en plenitud y sabe lo que es mejor para cada uno. La muerte llega cuando debe llegar y sólo quien debe morir está preparado para ello. A los demás nos cuesta dejar ir, vernos privados de la presencia de las personas que amamos será siempre doloroso.

Amemos siempre, dejemos que crezca en nosotros esa virtud que nos hace buscar poseer el bien, estar cerca de quienes llenan nuestros afectos y nos sostienen con su presencia. Todo sin olvidar que no seremos jamás dueños de nadie, porque todo ya tiene un dueño, al que tú y yo pertenecemos.

Hasta el Cielo.

P. César Piechestein
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