Queridos
Hermanos:
Es
sorprendente la seguridad y el valor que demuestran las palabras de San Pedro
que hemos leído en la primera lectura de hoy. Declara en manera contundente que
el mismo Cristo que los judíos asesinaron, ha resucitado. No parece ser el
mismo Pedro que la madrugada del viernes santo había negado en tres ocasiones
conocer a Jesús. ¿Dónde quedó su miedo o la tristeza por la muerte del Maestro?
Vemos
en el Evangelio cómo los discípulos no cabían en sí de alegría al ver a Jesús
Resucitado. Al inicio pensaron que era un fantasma, pero luego comprobaron que
era el mismo que habían visto morir en la Cruz, pero que ahora veían vivo y
comiendo con ellos. Eso cambió para siempre sus vidas.
Desde
aquel día, todo cambió para ellos. Todo lo que Jesús había dicho y hecho cobró
nuevo sentido y pudieron también entender lo que les correspondía hacer: dar
testimonio. Superaron las dudas, el pesimismo y hasta el miedo. La Resurrección
de Cristo les dio sentido a sus vidas, los llenó de alegría.
Lastimosamente
el mundo propone otros caminos hacia la felicidad. La semana pasada
reflexionábamos sobre la realidad de países como Finlandia o Japón, donde el
nivel de bienestar ha alcanzado expresiones altísimas, y donde, sin embargo,
los índices de suicidio son los más altos del mundo. Y es que aunque se tenga
todo, si no se tiene un sentido en la vida, algo más allá de lo material, no se
puede ser feliz. Muchos, engañados por las propuestas de la filosofía contemporánea,
consagran todas sus fuerzas a alcanzar metas que no llenan: dinero, fama,
lujos, amores humanos, etc. Todo eso, al final, los deja vacíos y frustrados, y
muchos terminan suicidándose pensando así escapar de la desesperación.
La
vida de quien ha encontrado a Jesús Resucitado es muy distinta. Sabemos que el
único objetivo de nuestra vida es el amor. Nos sabemos y sentimos amados por
Dios, y ese amor nos hace amar a los demás, amarnos también a nosotros mismos, amar la
vida. Cada día es un don que agradecemos y que sabemos que hemos de consumir
amando, sirviendo a Dios y a los hermanos. Todo eso nos hace felices, nos llena
la vida, aún en medio de las dificultades y problemas de la vida cotidiana.
Es
así que, hoy como ayer, los cristianos en todo el mundo son gente que vive
feliz. Perseguidos o no, en paz o en guerra, ricos o pobres, los cristianos
saben de donde vienen y hacia donde van. Sabemos que nuestra vida no termina
con la muerte, porque nuestro Salvador ha vencido a la muerte y camina entre
nosotros.
Hasta
el Cielo.
P. César Piechestein
elcuradetodos ... ustedes
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