Es más difícil irrigar la tierra reseca que aquella que ya está húmeda. Parece una contradicción pero es así. Al parecer cuando la tierra deja de recibir el agua durante una larga temporada, de alguna manera pierde algo de su capacidad de absorción, se endurece, se vuelve árida, tanto que si la sequía dura demasiado se puede transformar en desierto.
Con las personas sucede algo parecido. Quien deja de recibir afecto y en su lugar recibe indiferencia o hasta malos tratos, se va secando por dentro. Será cada vez más difícil para esa persona el poder establecer relaciones sanas con los demás. El corazón se endurece, al punto de rechazar cualquier demostración afectiva que se le ofrezca. Mientras que quien de ordinario es rodeado de amor y ternura, no sólo está siempre abierto al afecto, sino que podrá cultivar y generar vínculos fuertes.
Y es así también en la vida espiritual, en nuestra relación con Dios. Los santos eran como la tierra húmeda, que acoge el agua de la gracia de Dios con total apertura. Siempre dispuestos a hacer la voluntad de Dios, siempre disponibles, fueron como la tierra fecunda, produjeron abundantes y grandiosos frutos.
El cristiano mediocre o tibio, es como la tierra seca. Cuando recibe las gracias que Dios les envía, o no las acoge o las recibe sólo parcialmente. No es capaz de absorberla toda.
La solución en los tres casos es siempre la misma. Para que la tierra seca vuelva a ser capaz de sacar todo el provecho del riego hay que irrigarla con constancia y paciencia. Para que alguien que olvidó o nunca supo cómo amar pueda hacerlo los que lo aman deben ser constantes y pacientes. Para que nuestra vida interior sea profunda no bastan los buenos propósitos, debemos de ser constantes y pacientes. Dios es perfecto y nos ama plenamente, pero si no nos abrimos del todo a su acción en nosotros, perderemos tanto del agua, del amor y de la gracia que nos regala.
Hasta el Cielo.
P. César Piechestein
elcuradetodos ... ustedes
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